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El despertar brumoso de Valtierra

  • Foto del escritor: Julio Moguel
    Julio Moguel
  • hace 5 días
  • 2 Min. de lectura

Actualizado: hace 2 días


Al día siguiente, todavía somnoliento, Horacio Valtierra habría de tener fija en la memoria la imagen de las uñas pulcramente recortadas de una de sus manos recorriendo con cierta fuerza de presión amorosa la desnuda espalda de Dorotea Cifuentes, en un parsimonioso recorrido que iba desde el microespacio en el que la espalda pierde su sacro nombre hasta el tenso pero tierno hueco de la nuca.

Brumoso a la vez era el recuerdo de unas suaves manos blancas que se habían convertido de repente en medusas ardientes y nerviosas que vagaban por todo el continente de su cuerpo.

El sudor, la boca y los respiros agitados entraban en el juego, en una danza cuyo ritmo y forma eran normados por una música silente que solamente el vínculo de piel a piel reconocía.

Y no. No estaba soñando. Sólo tuvo que mover la cara ligeramente hacia su diestra para comprobar que Dorotea Cifuentes realmente estaba ahí, en un plácido dormir y en un estar horizontalmente desnuda con los senos esculpidos por algún artista genial de cualquier lugar o de cualquier época o tiempo.

Las luces matutinas se colaban apenas por los flancos y poros que moteaban las cortinas, dibujando en los pechos de la bella Dorotea sombras caprichosas que daban una mística elocuencia a la escultura. El ambiente redondo en el que Horacio y Dorotea respiraban mantenía aún, por el horario, los tonos coloridos de los apacibles cuadros de Monet, dando a Horacio el placer de sentir que su cuerpo flotaba en libertad sobre mágicos nenúfares de ensueño.

Cuando Dorotea Cifuentes despertó sus ojos y su mente recorrieron en segundos el espacio esferológico en que se había consumado el milagro de ese extraño renacer adolescente de los cuerpos, a sabiendas de que pronto -acaso ahora demasiado pronto-- tendrían que volver a esa vida cotidiana que en los últimos tiempos era generalmente ruda y exigente.

Mas la piel de ambos personajes amorosos había sido curtida durante largos y no siempre felices tiempos de las guerras. Por ello la idea de volver al mundo del quehacer cotidiano en el hormigueo y en los palpitares de la truculenta urbe en que habitaban no era ni castigo divino ni condena.

La hora que Horacio y Dorotea se dieron para cerrar la charla de esa mañana vigorosa quedó marcada entonces por los planes del quehacer de la semana.

Y rieron, animados, cuando Dorotea Cifuentes comparó esa charla de una hora previa un a la inmersión de ambos en las turbulencias del afuera con la de aquellos buzos que, emergiendo desde las profundidades oceánicas del mundo, tienen que esperar un tiempo calculado para despresurizar sus cuerpos y volver a las luces solares de la vida.


Julio Moguel





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