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El True Crime en México

  • Foto del escritor: Emilio Toledo M.
    Emilio Toledo M.
  • hace 24 horas
  • 5 Min. de lectura

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Al relato monolítico y entusiasta del poder, hace falta el relato de los muertos. La última década en México no puede retratarse sin los relatos de, por ejemplo, Rubén Espinosa, Nadia Vera, Debanhi Escobar o Irma Hernández, por mencionar sólo algunos de los casos más visibles de víctimas de crímenes atroces.


Son casos donde el móvil es precisamente quitarles la vida para quitarles la voz; en Rubén, la voz de un fotoperiodista que pudo seguir retratando la abyección de la política cuando se colude con el crimen (“no necesitamos mártires, servimos más vivos que muertos”, dijo cuando se exilió en otra ciudad ante las intimidaciones del gobierno de Duarte en Veracruz, que también recibió la activista Nadia Vera); en Debanhi, la voz de quien pudo denunciar la violencia de género que vivió y al perpetrador; en Irma Hernández, la voz de quien vio la cobardía de sus secuestradores, ejemplo de una ciudadana que murió por resistirse al abuso y la extorsión. En todos estos casos, la autoridad minimiza los hechos, y encubre a los verdaderos victimarios para salir del paso, por incompetencia o complicidad.


El documental “A plena luz” (2022), que documenta el multihomicidio con tortura y tiros de gracia en la colonia Narvarte en 2015, de Rubén Espinosa, Nadia Vera y otras tres víctimas, muestra la forma sistemática en que se llegan a encubrir los crímenes en México: falta de voluntad real por investigar, autoridades que desvían la atención con cortinas de humo, “marean” con cualquier forma de discurso político (el “ya se está investigando y se están siguiendo todas las líneas de investigación” que en su traducción significa “ya estamos montando nuestra línea de fabricación”), papeleos que muestran la copia de la copia de la copia de la evidencia (ya en ese punto desdibujada), burocracia sin fin, fabricación y ocultación de pruebas, estigmatización de la víctima y, en fin, “el protocolo de la impunidad”. Por eso el True crime en México, a diferencia de otros países donde eventualmente se llega a la verdad, parece un género casi imposible.


Ya lo decía Carlos Monsiváis en 1992: “Pese al ejemplo de Leñero, en México no prospera lo que en Estados Unidos es el exitoso género del True Crime, cuyo auge inicia In Cold Blood de Truman Capote, y confirma The Executioner’s Song de Norman Mailer, y hoy es «legado adjunto» de cada crimen famoso y cada serial-killer, de la tribu de Charles Manson y el Hijo de Sam al caso Von Bülow y la infinita conversión del asesinato de John F. Kennedy en la mayor historia de nota roja de todos los tiempos. Sin ir más lejos, en 1989 «los narcosatánicos» son el tema de cuatro libros norteamericanos: Children of Blood. The Matamoros Cult Killings de Jim Schutze, Across the Border de Gary Provost, Hell Ranch de Clifford Linedecker y Blood Money de Edward Himes. (En México sólo hay un «acuse de recibo»: una película destinada al circuito «sexplotador» de la frontera Norte). Además de la falta de hábitos de lectura, en la inexistencia del género de True Crime cuentan las dificultades para conseguir información confiable, y el auge del thriller, la literatura policiaca por excelencia en países en donde no se cree en los sistemas de justicia, (…). Y si hay thrillers, ¿para qué se necesita el género del True Crime?” (Nexos).


Hay un proverbio italiano que dice que cuando acaba la partida de ajedrez, el rey y el peón vuelven a la misma caja. Esta idea de la muerte como la gran igualadora no necesariamente se reproduce en nuestros relatos humanos. ¿Cuántos estratos sociales hay entre las víctimas de la Nota Roja y las víctimas del True Crime en Netflix? Tal vez sí vuelven a la misma caja, pero el rey tendrá muchos más obituarios que el peón, que irá a la fosa común. Unas víctimas llegan a Netflix, otras no.


¿Qué nos puede aportar un género narrativo, sea como serie, novela, podcast? Sin duda, la producción de empatía, de ver directamente la realidad difusa antes que se vuelva olvido, pasado remoto, de saber que las víctimas no son sólo números; son de carne y hueso, vidas cortadas de tajo similares a la nuestra. Hay un horror que es mejor no maquillar ni censurar. Sin la comprensión de éste, no llegamos a asimilar toda nuestra realidad. Como dice Fernando Benavides, autor de la novela “La vulnerabilidad del azar” y creador del podcast “Fausto”: “A diferencia de la ficción o de personajes muy lejanos, el true crime es muy cercano. Es improbable que a mí me pase lo que le pasa al rey Carlos, pero sí me puede pasar lo que pasó en un entorno muy cercano (a una víctima)” (BBC).


El mérito de “A plena luz” es la de ir dando forma al género True crime como valioso documento audiovisual que en México y Latinoamérica (véase la serie “Nisman: El fiscal, el presidente y el espía” en Argentina), a diferencia de otros países, obligadamente tiene que indagar no sólo en el crimen sino en la inmensa neblina en torno a este. Previo a este destaca también “Red privada” sobre el asesinato del periodista Manuel Buendía. Los realizadores de “A plena luz”, Alberto Arnaut, Salma Abo, Pedro García y Cristina Soto, enfocan el documental de un caso que cimbró a México en el rescate del testimonio y entorno cercano de las víctimas y con una neutralidad periodística para abordar un caso y construir narrativas enfocadas en una cultura de violencia extrema y deshumanizante como la que se sigue y seguirá viviendo en México, yendo más allá de los números y de las gráficas que se politizan a favor o en contra del gobernante en turno y de buena parte de los medios de comunicación masivos estatales y privados a su servicio.


“A plena luz” agrega un recurso gráfico-narrativo con el uso de una maqueta, similar a la obra de la artista canadiense Sarah Anne Johnson, House on Fire (2008), que se sumerge en la historia personal de su abuela, quien fue parte (sin dar su consentimiento) de experimentos de control mental realizados por una universidad de Montreal.


Ante el relato estilo coach motivacional de los que ejercen el liderazgo como escuela de marketing, es preferible prestar atención al silencio de los “eternamente muertos”, de entrada porque hay silencios que tienen mucho que decir. Un país sin verdad está condenado a ser un país sin justicia, sometido a las inercias de sus propios simulacros, de su propia farsa, y sin historia. Si la verdad esencial, la jurídica o periodística, ni siquiera se puede establecer, ¿qué nos queda por narrar?, ¿el discurso oficial, intolerante a cualquier crítica y autocrítica, y esencialmente manipulador?, ¿o la narrativa que nos hemos construido para evadir las frágiles contradicciones de nuestro propio autoengaño?


Emilio Toledo

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