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La encuesta de Párpado y los cinco pasos para llegar a Macondo

  • Foto del escritor: Julio Moguel
    Julio Moguel
  • 9 jul
  • 12 Min. de lectura

 

I

 

En el tiempo que corre del primer semestre del presente año (2025) la “ventana de periodismo cultural” Párpado, dirigida por Emilio Toledo, encabezó y cobijó el desarrollo de una “encuesta” de un poco más de 70 curadores que hicieron la tarea de presentar, cada uno de ellos, los títulos y nombres de 10 autores y títulos de cuento, novela, crónica, ensayo, artículo periodístico, etcétera que “más hubieran impactado en su vida”. Se agregó, como opcional, la posibilidad de hacer lo mismo con el género del film, en número similar al de los libros. Los resultados fueron muy significativos (me ocupo ahora en particular al primer tipo de listas), tanto por el enorme abanico que se abrió en torno a las preferencias, como en el hecho de que los autores –y obras— más mencionados fueron Gabriel García Márquez y Juan Rulfo.

​ La estadística que nos presentó Párpado de tal ejercicio (https://www.parpado.mx/post/los-mil-y-un-libros-mundos-películas )es por sí misma relevante: 77 Curadores de libros; 394 autores nombrados. Los 10 autores más mencionados:


1. Gabriel García Márquez

2. Juan Rulfo

3. Rosario Castellanos

4. Elena Garro

5. Franz Kafka

6. José Saramago

7. William Faulkner

8. Homero

9. Carlos Fuentes

10. Alejandra Pizarnik

 

En el presente texto presento unas líneas referidas las obras de los primeros dos escritores de la lista. Más adelante nos ocuparemos (con la participación de otros estudiosos de la literatura) de presentar algunos cuadros que permitan acercarse los mejor posible a los contenidos de sus obras.

 

II

 

En mayo de 1967 salieron de una imprenta de la Editorial Sudamericana, en Buenos Aires, los ejemplares de la primera edición de Cien años de soledad. La portada representaba un enorme galeón flotando en medio de la selva, imagen mitológica de una Latinoamérica instalada a lo largo de su historia en ese mágico limbo de calores encendidos donde una abrumadora excedencia de follaje es, a un mismo tiempo, promesa de placeres infinitos y augurio cierto de pobrezas y desgracias. Se trata del barco español que José Arcadio Buendía y su gente encuentran azorados cuando, encaminados hacia el norte, deciden buscar un contacto con la civilización para Macondo. Pero es también un sueño universal de sueños, como el que comentamos, o como el que años después forjó el cineasta Herzog con Fitzcarraldo.

  Gabriel García Márquez tenía 38 años y cuatro obras publicadas cuando se sentó a escribir su obra maestra. Tenemos en la pluma de Carlos Fuentes el relato más íntimo de esa extraordinaria gestación: “…dejó sus empleos, le pidió a Mercedes que llenara el refrigerador, echó candado a su casa y se sentó a escribir un proyecto que le tomó madurar diecisiete años y redactar catorce meses”. Nosotros, por nuestra parte, bien podemos imaginarlo replegado en su guarida, en el fragor de uno de sus éxtasis creativos: ligeramente encorvado frente a la mesa de trabajo, cercado por todo tipo de libros y papeles, con su portentosa vitalidad y “ceño de bucanero”, nicotinizando cada una de las letras y tecleando una ruidosa máquina de escribir que alternaba sus tiqui-taca-taca-tiqui con las notas musicales de los únicos dos discos que su exigua economía les permitía tener a él y a su mujer: Los Preludios, de Debussy, y La noche de un día difícil, de Los Beatles.

¿Quién no conoce –algunos posiblemente lo saben de memoria— y recuerda las primeras letras de un texto que desde sus inicios se vuelve flujo, río, torrente de un tejido acuoso magistral? ¿Cuando Macondo era apenas “una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas”? Es tan connotada la popularidad de la obra que sería difícil suponer que exista algún lugar del planeta donde al menos no se le haya mencionado por su nombre en alguna ocasión. Y es, en efecto, como la calificó Mario Vargas Llosa, una novela total, “en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes.”

 

II

 

Los resultados de la encuesta de Párpado, que conforman el cuerpo y el motivo principal del presente texto –donde Rulfo y García Márquez aparecen en las tres primeras menciones de los diez seleccionados, nos dan licencia para entrar a señalar sin mucho preámbulo la gran influencia que la obra del escritor mexicano tuvo sobre el colombiano.

La influencia rulfiana en la confección del texto fue reconocida por el propio Gabriel García Márquez en unas líneas memorables: “El descubrimiento de Juan Rulfo–como el de Franz Kafka— será sin duda un capítulo esencial de mis memorias”. Cuenta el autor de Cien años de soledad que hacia el año de 1962 se encontraba justo en el tiempo-cero de sus posibilidades creativas, empantanado en concepto e idea sobre cómo armar su novela mayúscula (o sus obras subsecuentes), cuando su buen amigo Álvaro Mutis llegó en forma intempestiva a su departamento de la colonia Anzures de la ciudad de México para dispararle a bocajarro y entre risas la obra que le permitiría encontrarle el hilo a la madeja: “Tome esta vaina, carajo, y aprenda”, le espetó Mutis al colombiano. Y Gabriel García Márquez tomó a la letra el referido imperativo y se bebió dos veces en un solo sentón la pócima liberadora.

“Aquella noche –relata García Márquez-- no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka […] había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: “La herencia de Matilde Arcángel”. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

La receta y una posterior lectura y relectura de los textos de Rulfo (que incluyeron El Gallo de Oro para adaptación al cine, por encargo de Carlos Velo) dio a García Márquez las claves necesarias para continuar “sus libros”, y la convicción final de que se habría encontrado a uno de los mejores escritores de todos los tiempos: “No son más de trescientas páginas –dijo García Márquez sobre la obra escrita de Rulfo--, pero son casi tantas, y creo que tan perdurables, como las que conocemos de Sófocles.”

La influencia de Rulfo sobre García Márquez resultará entonces importante, mas ésta no debe exagerarse para no perder de vista que se trata, con todo, de dos literaturas diferentes, por más que se les haya querido emparentar en escuelas comunes como la del realismo mágico.


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III

 

Cien años de soledad está integrada por veinte capítulos sin numerar, en los que se cuenta la historia redonda de un siglo en la vida de la familia Buendía en Macondo, un pueblo fantástico al norte de Colombia que termina por ser prototípico de Latinoamérica y, más allá de ello, espacio universal de tipo ficcional que tiene la magia de otras grandes y maravillosas esferas-mundos de la literatura.

 

1.- Una historia universal-nuestra historia personal. Gabriel García Márquez teje la primera parte del relato desde dos coordenadas de sentido: la que describe de manera clara y simple la historia de Macondo --desde el momento de su fundación hasta el momento de su muerte--, y la que nos hace leer entrelíneas, sobre ese mismo eje narrativo, una secuencia de hechos propios y más o menos comunes del ciclo de vida de prácticamente cualquier ser humano en el tránsito de su ser infantil a su ser adulto. De tal forma que lo que pudiera aparecer como algo absolutamente inverosímil se presenta ante el lector con una cierta naturalidad que genera de inmediato algo más que una simple relación empática o de complicidad en la lectura (como si se tratara de un dejà vu que no es sino el reflejo de algo que se encuentra escondido en algún pliegue profundo de nuestro cerebro).

El centro de la escena de esa doble lectura posible de la parte inaugural de Cien años de soledad es la carpa circense –espacio privilegiado de los asombros primeros de los niños-- del grupo de gitanos de Melquíades, en una mágica secuencia de los “asombros” que durante años provocaron a los pobladores de Macondo los “últimos descubrimientos” y “maravillas” provenientes de lugares tan distantes e improbables como Macedonia, Ámsterdam o Memphis: el imán y las “bolas de vidrio” para quitar el dolor de cabeza, el catalejo y la lupa, el astrolabio, la brújula y el sexante, un rudimentario laboratorio de química, la dentadura postiza de Melquíades y el hielo. ¿Quién no reconoce en algunos de estos objetos parte de nuestra propia historia infantil de asombros? Este efecto posible de lectura se extiende aún más en las páginas que siguen, con la aparición de la estera voladora, los juegos de suerte y azar, los “tiernos caballitos amarillos del insomnio o los “juguetes prodigiosos” de Pietro Crespi: “las bailarinas de cuerda, las cajas de música, los monos acróbatas, los caballos trotadores, los payasos tamborileros”, la “asombrosa fauna mecánica” o “el oso de cuerda que caminaba en dos patas por un alambre”.

La misma trama secuencial de la referida historia de Macondo permite que emerjan las imágenes brumosas o los dejà vu de nuestra personal adolescencia: con los asombros del daguerrotipo o los experimentos alquímicos de José Arcadio Buendía, con el descubrimiento de la redondez de la tierra o los intentos de construir la máquina de la memoria, con las magias de la pianola o el descubrimiento de la “los principios del péndulo” para aplicar a “todo lo que fuera útil poner en movimiento”. No menos relevante es, en esa secuencia de lecturas implícitas de la historia de Macondo, el descubrimiento de los placeres corporales y el desciframiento de algunos de los más caros enigmas del amor iniciático.

 

2.- Literatura-flujo, literatura-río. Justo en este punto García Márquez no sólo se separa significativamente de la literatura de Rulfo, sino de de otras vertientes o escuelas literarias que para entonces marcaban ya con toda nitidez algunas de las particularidades de la novela moderna, a saber: a) La eliminación o reducción del papel de “narrador externo”; b) La emergencia de lo subjetivo y de lo onírico como propio de lo real, dando un valor especial al diálogo y al monólogo interior como fórmulas para la integración textual; c) La utilización del collage en el espacio literal, aproximando el texto a un nueva forma literaria, de visiones o de imágenes más o menos instantáneas como las que produce el cine directo o determinado cine ficcional; d) El papel más activo dado al receptor, quien tiene que construir por sí mismo los puentes intertextuales y ajustar su mente y su memoria a su propia aventura de interpretación.

Pedro Luis Barcia, uno de los mejores conocedores de la obra de García Márquez, señala parte de lo anterior de la siguiente forma: “En Cien años de soledad […] la vida ficcionalizada, el relato imantador avanza sin más recursos técnicos que los elementales […] La narración imperiosa subsume y torna dóciles servidores de su intencionalidad narrativa todos los recursos. Los pone bajo su gobierno…” Y agrega: “El manejo frecuente de la hipérbole y del gigantismo no nacen en Cien años desoledad del desgobierno verbal propio de tierras calientes sino de la intencionalidad de reflejar la desbordada vitalidad del mundo macondiano.”

Literatura-flujo, literatura-río, entonces, en un proceso de escritura en el que el narrador omnisciente deja sólo unas cuantas líneas en voz y mente de los protagonistas. Mas la asombroso de Cien años de soledad es que alcance por esta vía una plena magistralidad. Veamos cuáles son otros de sus tejidos.

 

3.- Narrar lo imaginario desde un plano real-objetivo. En este punto no tenemos nada qué aportar por encima de lo que ya ha señalado con toda precisión Mario Vargas Llosa sobre la obra mayor de García Márquez. Veamos. “[…] así como para narrar lo real objetivo en el episodio del hielo el narrador se coloca en una perspectiva imaginaria, para narrar lo imaginario se coloca en un plano real objetivo. La desaparición del armenio no merece un solo adjetivo de admiración o sorpresa, en tanto que la del hielo genera una verdadera lluvia de ellos. Aquí José Arcadio casi no nota el hecho mágico: sigue pensando en Melquíades, mientras los otros testigos del prodigio simplemente se dispersan ´reclamados por otros artificios´. La volatilización de un hombre es simple ´artificio´, en tanto que el hielo es ´prodigioso´ y ´misterioso´.”

Esta línea de aproximación a lo real desde un imaginario portentoso fue definido de la siguiente forma por el propio García Márquez, cuando relevó la clave específica de su particular manera de escribir: “Tuve que vivir veinte años y escribir cuatro libros de aprendizaje para descubrir que la solución estaba en los orígenes mismos del problema: había que contar el cuento, simplemente, como lo contaban los abuelos. Es decir en un tono impertérrito, con una serenidad a toda prueba que no se alteraba aunque se le estuviera cargando el mundo encima, y sin poner en duda en ningún momento lo que estaban contando, así fuera lo más frívolo o lo más truculento, como si hubieran sabido aquellos viejos que en literatura no hay nada más convincente que la propia convicción.”

 

4.- La sin-razón del Tiempo.

 

Sólo una inteligencia tan asombrosa como la de Hannah Arendt pudo haber expresado con tanta sencillez lo que a nuestro juicio es una de las claves fundamentales del Ser sobre el planeta, a saber, la dilucidación del tiempo real como un no-tiempo frente a la metafísica idea predominante en nuestro mundo del tiempo-flujo con principios y fines bergsonianos: “Sin un mundo en el que los hombres nazcan y mueran, sólo existiría la inmutable y eterna repetición, la inmortal eternidad de lo humano y de las otras especies animales. Una filosofía de la vida que no llegue a la afirmación de la “eterna repetición” (ewige Wiederkehr, de Nietzsche) como el más elevado principio de todo ser, simplemente no sabe de lo que está hablando […] Sólo dentro del mundo humano, el cíclico movimiento de la naturaleza se manifiesta como crecimiento y decadencia. Como el nacimiento y la muerte, tampoco ésos son casos naturales; no tienen sitio en el incesante, infatigable ciclo en el que toda la familia de la naturaleza gira a perpetuidad. Sólo cuando entran en el mundo hecho por el hombre, los procesos de la naturaleza pueden caracterizarse por el crecimiento y la decadencia […]

Convertida en asombro, o en la perplejidad que vivimos de vez en vez cuando llega a nuestra mente como si fuera una revelación-regalo de los dioses, la referida paradoja del Tiempo o de los tiempos se ha inscrito desde tiempo atrás en el texto literario. Borges lo intuyó desde su Fervor de Buenos Aires, pero lo hizo explícito en “Sentirse en muerte” y sobre todo en su “Nueva refutación del tiempo”.

El tema es central en la obra mayúscula de García Márquez, con diversos pasajes ejemplares pero con uno de ello sobresaliente: cuando José Arcadio Buendía se vuelve loco porque descubre que “siempre es lunes”: “Pocas horas después, estragado por la vigilia, (José Arcadio Buendía) entró al taller de Aureliano y preguntó: “¿Qué día es hoy?”. Aureliano le contestó que era martes. “Eso mismo pensaba yo”, dijo José Arcadio Buendía. “Pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes” […] Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. “Esto es un desastre –dijo--. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y antier. También hoy es lunes” […] Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertos, llamando [...] a todos los muertos para que fueran a compartir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes, antes que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes.”

Bajo otra fórmula, pero en la misma idea o intuición sobre la manera propia del Tiempo para engañar a los sentidos humanos, Úrsula Iguarán piensa en un momento dado que el deseo de José Arcadio Segundo de despajar el cauce del río de “aguas diáfanas” y “piedras prehistóricas” de Macondo “para establecer un servicio de navegación”: “Ya esto me lo sé de memoria”, gritaba Úrsula. “Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio”.

5.- El Aleph macondiano. Novela de muchas interconexiones literarias, Cien años de soledad no podía dejar de hacer un guiño significativo a la figura mágica del Aleph borgiano. En el final de la historia, cuando a Aureliano se le revelan las claves definitivas de Melquíades, y puede entonces descifrar sus pergaminos en voz alta, descubre que se trata de […] la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante […]”.​

Se trata aquí de un regreso fuerte en la novela al tema de las trampas del Tiempo humano. Cien años entonces circulares o de ciclos temporales repetidos (la intuición de Úrsula); cien años en los que siempre es lunes (la visión enloquecida de José Arcadio Buendía); cien años vivos de Macondo inscritos en un único e indivisible instante (la revelación final, en los pergaminos de Melquíades).


Julio Moguel

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