Los espacios sin alma
- Emilio Toledo M.

- 15 oct
- 5 Min. de lectura

Aunque en formatos, épocas y países diferentes, la novela El Castillo (Franz Kafka, República Checa, 1926) y las series Severance (Dan Erickson/Ben Stiller, Estados Unidos, 2022) y Squid Games (Hwang Dong-hyuk, Corea del sur, 2021) coinciden en la eficacia de narrativas y parábolas que reflejan símbolos y estructuras de la sociedad moderna.
Laberintos que encierran al individuo (en El proceso de Kafka es arbitrario el poder, pero no ya en El Castillo), no de forma autoritaria sino seduciendo su voluntad (al menos en un primer momento; con la seducción interviene a la par todo un aparato de fuerzas coercitivas que acaban por subyugarlo). En Squid games, el villano y centro del poder acaba por materializarse (aunque enmascarado, al modo estilístico de Eyes Wide shut de Kubrick); en El Castillo y en Severance este centro o pináculo de la esfera más alta del poder, de donde emana el propio sistema, es invisible, incluso sin voz. Vigila, escucha y observa todo, pero no necesita hacerse presente: lo que lo hace aún más difícil de distinguir y confrontar, frustrando todos los intentos del héroe (en la tradición de Joseph Campbell) por liberarse.
Los paralelismos con las estructuras políticas y económicas que crea el ser humano, llámense capitalistas, democráticas, comunistas, dictatoriales o fascistas, son evidentes, pero más que tratar de ensayar una moraleja o conclusión sencilla, el mérito de estas obras es que permanecen en su propia mitología y los comentarios que de ahí desprenden son de una asertividad pasmosa. No tiene menos mérito el fantástico entretenimiento de sus singulares narrativas (en el caso de estas series con una gráfica al mejor nivel cinematográfico, y en el caso de Kafka, la de un escritor consumido por sus obsesiones y una técnica literaria notable); además se revisten de un montón de referencias, puentes, ecos, conexiones invisibles con la realidad allá afuera del laberinto (y que hacen posible el laberinto).
Existe en las tres historias una confrontación velada, implícita y tensa entre la libertad del individuo y el sistema social que le rodea (y le impone ciertas exigencias, y hasta su vida, para incluirle o no exiliarle/sacrificarle). La necesidad de sobrevivir, el trabajo, la despersonalización, la alienación y la violencia en la médula de las vinculaciones humanas son componentes de tramas que cualquier ciudadano de un sistema fascista puede identificar (la frialdad y monotonía de los espacios de Severance recuerda a la de las burocracias soviéticas), pero también un trabajador actual de las democracias capitalistas, creadoras de ciudades conglomeradas, no necesariamente diseñadas para la calidad de vida del ser humano, quien tarda unas horas en ir y otras horas en regresar de su trabajo, que le consume buena parte de su vida para obtener una ganancia que a la par se devalúa, lo que le obliga a volver a ese circuito eterno, extenuante, motivante o desmoralizador, para pagar sus deudas y mantenerse a flote con las mejores ilusiones de una vida mejor que se le vende.
Ese contraste entre el primer mundo y la felicidad que prefigura, y la extrema violencia y sadismo con que se comporta, es más iconográfica en Squid games (no es casual que sea de Corea del sur, un país exitoso y ejemplar del capitalismo, pero no con menos contradicciones al interior), que combina elementos y escenarios de colores saturados y lúdicos con el gore, como la ya icónica muñeca gigante que dispara y extermina con sus ojos. El laberinto de Severance también alude a referencias del capitalismo; su golpe de ingenio lo da cuando equipara los métodos y espacios corporativistas con los de una secta u organización religiosa, fanatizada y bien disciplinada (recuerda a La firma de Sydney Pollack, 1993).
Hay una ingenuidad palpable en los protagonistas de estas historias; al menos, en un inicio. La búsqueda de la verdad (en Kafka una búsqueda llena de ironía y tragedia, en Severance, generadora de suspenso, y en Squid games, de drama y acción) es el motor que conduce al “héroe” (o antihéroe) a intentar rasgar el velo de una teatralidad que le rodea y absorbe. Es que el individuo forma parte de la sociedad lo mismo que la sociedad forma parte del individuo. El adentro/afuera del sistema es la confrontación y el espejo al mismo tiempo; sobre todo Severance diluye estas fronteras, cuando el propio individuo no es aprisionado sencillamente sino que puede desdoblarse y llevar dos vidas por separado y “voluntariamente” volver a su prisión/laberinto (cuando trastoca el orden, éste se reconfigura para volver a complacerle y someterle).
Lo interesante de estas narrativas es que no caen en la emocionalidad puramente individual ni en los discursos personales de otras narrativas como puede ser el psicoanálisis o los discursos de las terapias modernas (científicas o alternativas); existe un desdoblamiento del yo, pero no recae todo el peso en él pues también se señala a las fuerzas que lo constriñen. Tampoco se va al otro extremo de elaborar un análisis o descripción puramente sociológica, pues este yo sí tiene conciencia de sí mismo, de su biografía personal y bagaje emocional y cognitivo, pero lejos de conducirle al desahogo en el “diván” (o en las Iglesias, en el confesionario) como solución a todas sus problemáticas, en las tres historias esa conciencia individual conduce necesariamente a una acción liberadora y cuestionamiento profundo del entorno.
Si bien las series son más recientes, El Castillo de Kafka viene haciendo esta deconstrucción desde sus parábolas desde la época en que el autor checo escribió esta y otras obras (primeras décadas del s. XX), y posteriormente cuando las publicó su amigo y editor Max Brod. Con los clásicos Metamorfosis y El proceso, también léanse con atención sus relatos breves, llenos de humor, filosofía y enigmas, como La construcción, Los árboles o De las metáforas. Sin duda, el abierto escepticismo de Kafka ante su época (posible razón para no publicar) pero también ante sí mismo, hacia su oficio, hacia el propio lenguaje, lo hacen adelantarse a todo lo que vino después y han dejado sus obras la posibilidad de leer en ellas el siglo XX, y parece que el XXI seguimos viviendo entre sus páginas. Es el mérito suyo, de haber rasgado un velo, pero también es el mérito del arte, sea literario o fílmico o de otras índoles, que se resiste a dejar una solución y una moraleja a cuales sean las problemáticas humanas (soluciones y moralejas que, en muchas ocasiones, no resuelven nada o las resuelven sólo de momento).
En la correspondencia de los laberintos: individuo y colectivo, interior y exterior, la complicidad y comunicación son mutuas, de ida y vuelta; en este sentido, las relaciones de poder deben estudiarse no sólo con telescopio, en un nivel macro (como hace el periodismo en su investigación del día a día o el análisis político) pero sobre todo con microscopio de laboratorio, o para acuñar el término de Michel Foucault, en el “micropoder”. En un lúcido ensayo de Francisco José Ramos sobre la obra del filósofo francés, se pregunta: “Puesto que no hay manera de estar al margen de las relaciones de poder, podemos preguntarnos: ¿cómo generar modos de vida capaces de transformar las tensiones inherentes de dichas relaciones en núcleos activos de fuerzas, y no ya en refinadas modalidades de servidumbre repletas de eufemismos para no nombrar ni reconocer la impotencia y la resignación?” (Michel Foucault: Memorias y elucidaciones, 2013.)
Emilio Toledo M.

Imágenes
El libro de los laberintos - Paolo Santarcangeli
Ilustración de Hans Fronius para La metamorfosis





Comentarios