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Tolondrones

  • Foto del escritor: Teófilo Guerrero
    Teófilo Guerrero
  • 30 may
  • 4 Min. de lectura

Estaba subiendo por la rampa cuando sintió que ya no podía con el peso, y tuvo que parar un segundo para tomar aire y seguir, empujando con las ganas antes que con los músculos, ya tiesos y adoloridos. Y llegó. Puso las cuatro cajas sobre la plataforma del torton y se sintió liberado.

El mercado sudaba bullicio, palabrotas, palabritas, palabrería y palabras que se intercambiaban como pesos y centavos. Escuchó su nombre cuando el olor a tacos y a jugo de naranja le avisó que no había desayunado, y ya eran las 11:30. 

— Mingo.

Volteó a ver al patrón, traía una libreta vieja, y se le hizo agua la boca cuando pensó en el dinero.

— ¿Te avientas veinte costales de papa? 

La cara de Mingo cambió, tenía hambre, y veinte costales de papa, desde la bodega, lo alejaban de un desayuno más o menos decente y a un horario todavía más decente.

— ¿Nomás veinte, patrón?

— Simón, y te doy otros cincuenta varos.

Calculó el tiempo y el hambre, y no le salían las cuentas. Volteó a ver a su patrón para negarse amablemente cuando alcanzó a ver a su hijo viendo fijamente el puesto de tacos. Regresó la mirada y asintió con la cabeza aceptando la misión.

— Órale. – Dijo el patrón, dándose la vuelta y caminando hacia el puesto de tacos, donde le rascó cariñosamente la cabeza al hijo de Mingo. Y pidió tres de cabeza, dos de bistec y cuatro de adobada con todo.

Mingo se dirigió a la bodega y empezó con su labor. 

Al costal número seis ya no veía bien, le dolían los huesos, y el sol le calaba fuerte en la espalda. Se reacomodó el costal vacío que le protegía de lo rasposo de las arpillas de veinticinco kilos que pesaban como treinta.

Encontró a su hijo en el camino y con un gesto le pidió que se hiciera a un lado, y siguió su camino hacia la rampa que parecía cada vez más empinada.

Dejó la arpilla y se tomó un segundo para respirar, sintió la mano de alguien en su espalda y vio al Ramón, una pequeña mole de músculos de apenas un metro con cincuenta que le ofrecía un cigarro. 

— Ya nomás faltan diez. 

— Nomás.

— Hey.

— Ánimo, mi Mingo. Yo voy a echar taco. 

— ¿No me ayudas…?

— Suplicó sacando la lengua Mingo, para no parecer que se rajaba.

— Nel… —Evadió el Ramón. – Ya hay que consentir la tripa. 

Se alejó al puesto de tacos medio oculto por el humo de la carne que chillaba en el comal.

Mingo continuó con su encargo, iba y venía mientras los ojos de su niño trataban de centrarse en los suyos para recordarle que ahí estaba, que tenía hambre, y que las corcholatas que hacían de carritos en la banqueta ya le habían aburrido.

Iba y venía y la gente le estorbaba. 

Venía e iba y los músculos le gritaban su dolor.

Iba, venía e iba, y no sabía cómo veinte se podían convertir en cuarenta, o más, pero cuando llegaba a la bodega apenas iban quince, así que empezó a cargar de a dos bultos.

Iba y venía, y la rampa se calentaba con el calor del mediodía que llegaba.

Cuando llegó con el último viaje, miró al patrón que ya se fumaba un cigarro.

— ¿Ya estuvo?

— Ya… – Dijo Mingo satisfecho.

El patrón contó un par de veces. Se llevó la mano a la cartera, pero dudó y volvió a contar. 

— Falta una. Échale ganas, porque me tengo que ir.

Mingo se encaminó a la bodega, pero no vio nada.

Iba y venía preguntando, venía e iba mientras contaba mentalmente, iba y venía, y volvía a ir y venir a lo largo y ancho de la bodega y el mercado. Por ahí tenía que estar. Su hijo ya no estaba, seguramente se iría a jugar al puesto de lechugas con las hojas de desecho, o al puesto de aguas frescas, a ver si la señora se conmovía y le ofrecía aunque fuera un vasito de horchata, o de jamaica, aunque no le gustara.

Volvió al torton donde el patrón ya se iba subiendo para irse.

— ¿En dónde te metiste? Ahí estaba el que faltaba, pero no contaste bien. Hasta te trajiste uno de más, regrésalo a la bodega, y mañana te pago, porque tengo que entregar esto antes de las dos.

Mingo asintió resignado, bajó el costal sobrante, y vio cómo el vehículo arrancaba, y se iba rápidamente con el patrón de copiloto, fumándose un cigarro, y sintió una manita que lo tocaba, era su hijo.

— ¿Ya vamos a desayunar? Preguntó emocionado.

Mingo lo miró, metió las manos a la bolsa y sacó unas cuantas monedas. Se las entregó. 

— Vete yendo, te alcanza para tres. – Le ordenó.

— ¿Sin agua fresca? 

— Sin agua fresca. Ya vamos para la casa, allá tomas.

— ¿Por qué sin agua fresca?

— Está mala ahora.

— ¿Qué tiene?

— Tolondrones.

— ¿Y qué es eso?

— Tolondrones, y le hacen mal a los preguntones.

El niño lo miró, y se encaminó al puesto. Mingo lo vio acercarse a pedir lo de siempre: dos de bistec y uno de carnaza con todo, luego buscó al Ramón para pedirle un cigarro.


Teófilo Guerrero Manzo


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